viernes, mayo 21

Secretos sobre la belleza de Juan Manuel de Rosas


El 14 de marzo de 1877 moría en Southampton, Inglaterra, el general Juan Manuel de Rosas. Este importante estanciero gobernó la provincia de Buenos Aires entre 1829 y 1852, durante los cuales supo granjearse la más desenfrenada devoción de sus adeptos y un odio visceral de sus adversarios. Ya apaciguadas las luchas entre unitarios y federales, en 1908, aparecía en la revista Caras y Caretas una verdadera publinota. Detrás de las ponderaciones, reflexiones y citas sobre las bondades de la piel del “restaurador de las leyes” o del “tirano usurpador” se esconde una auténtica propaganda de jabón.
Fuente: Caras y Caretas,  24 de octubre de 1908.
Andando los tiempos y entrando uno en el terreno de las exploraciones, se descubren a veces y casi impensadamente secretos que dejan a nuestro espíritu asombrado, por las analogías que se establecen entre ellos y los hechos modernos.

Nadie puede negar, a pesar de todos los tintes con que se trata de rodear hoy la figura del tirano, que don Juan Manuel de Rosas fue uno de los hombres más hermosos de su época.
De planta bizarra, formas regulares y armoniosas, tenía sobre todo, el célebre dictador, una cabeza clásica, que hubiera podido servir de modelo para representar a un emperador romano.
Sus facciones eran purísimas y de una nobilísima corrección; sus ojos azules, sombreados por largas pestañas de color oscuro, daban a su mirada una mezcla de serenidad y de energía, en la que, sin embargo, no se mezclaba un solo destello de crueldad; pero lo que sobre todo llamaba la atención de cuantos lo veían, era su hermosa tez blanca, tersa, despercudida, casi virginalmente sonrosada, que le daba el aspecto de esas célebres bellezas sajonas que, como Lord Byron, han inmortalizado la pureza de una contextura carnal equiparable tan sólo con la más fina porcelana.
En una carta de Sir Parish, dirigida a una dama elegante, que tenemos a la vista, se narra lo siguiente:
“Ayer, dice el noble ministro británico, he estado a visitar al señor gobernador. Me recibió familiarmente, como es su uso, haciéndome pasar sin ceremonia a su cuarto de toilet, en donde un barbero de su confianza acaba de afeitarle. Reinaba allí un olor muy agradable, y como le preguntara yo al general Rosas de qué dimanaba aquel perfume, él me dijo alargándome un bote de cristal cubierto de espuma:
”-De esto, milord.
”-¿Y qué es eso?
”-La pasta con que me afeito y con que me lavo desde hace quince años. A la que debo la integridad de mi piel, que por mis faenas campesinas de la mocedad y mis campañas del desierto, había perdido su blancura natural, y aún tenía tendencias a resecarse y tal vez a plegarse con prematuras arrugas. Yo no uso otro jabón, ni otro perfume más que este. Es un verdadero tesoro.
”-¿Y de dónde ha sacado su excelencia este maravilloso compuesto? ¿Se puede saber sin indiscreción?
”-Yo no sé; Manuelita, mi hija, me lo trajo un día, diciéndome que un notable químico yanqui le había regalado la fórmula, y que entre ella y Juanita Sosa lo habían hecho.
”Yo entonces le pedí la receta, porque no tengo mucha fe en materia de drogas, en las que puede anidar la mano oculta de algún salvaje unitario. Mi amigo don Juan Camaño se la llevo al doctor Brown para que la analizara, y el análisis de su sabio compatriota dio por resultado que era la cosa más pura, más sana, más eficaz y más buena que se podía imaginar. Aquí está la receta, que regalo a usted, señor ministro y amigo, porque no soy egoísta con las cosas que yo creo excelentes…
”Y aquí tiene usted, mi amiga, esa receta, copiada ‘ad literam’, de la que me ofreció el general Rosas, y que pido a usted conserve para su uso ‘absolutamente particular’, como él me lo pidió.
”La receta es la siguiente, suprimiendo la dosimetría: ‘Timol, aceite de olivas, aceite de almendras dulces, bromo, ácido Horacio y goma benju’.”
Leyendo esta carta y sobre todo la receta de que acabamos de dar copia, un gran asombro invade nuestro espíritu. La fórmula de la pasta o líquido saponífero (no estamos al cabo de las condiciones características de su fabricación), con que don Juan Manuel de Rosas conservaba la belleza de su tez, tan celebrada, es nada menos que la que fundamentalmente constituye el famoso Jabón Reuter, el único que hoy usan las bellezas más celebradas y es como de ordenanza en las más brillantes cortes europeas. Su pureza, sus componentes higiénicos, su suavidad, su balsámico perfume, han triunfado sobre los jabones vulgares, y ya no hay rincón del mundo en el que no se proclame con entusiasmo y convicción, las victoriosas excelencias del renombrado jabón Reuter.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar

martes, mayo 18

Semana de Mayo: algunas curiosidades

La sociedad colonial

Doña Josefa Carballo, quiere vender dos esclavos suyos, marido y mujer, con una hijita de pechos como de edad un año en 800 pesos libres de gastos de escritura, mozos, sanos, y libres de todo vicio; el marido en 350 pesos y la mujer con la hijita en 450 pesos y esta es costurera, lavandera y planchadora.

El 6 de este mes, desde la esquina de la Plaza Mayor hasta la esquina de Riera, se perdió un anillo con un topacio grande, con dos diamantes: quien lo hubiere hallado concurra a este Despacho (donde se hacía el diario) donde se le dirá quién es su dueño y le gratificará.

Don Juan Mariano Ferrera, maestro de primeras letras en el barrio de San Juan, vende 1negro criollo de 22 años, es buen peón de campo, en cantidad de 360 pesos libres de gastos de escritura.
Adaptación de avisos e información publicada en el Telégrafo Mercantil

En las Indias hay dos realidades que gobiernan, la una muy contraria a la otra, la primera la de los españoles, los cuales usan del buen gobierno político de España y se ocupan de la administración y beneficio de sus haciendas, crianzas y labranzas, valiéndose para ello del trabajo de los indios y los esclavos negros. Porque los españoles en las Indias no aran ni cavan, son tratados como caballeros.

También se dedican a ser mercaderes y a tener tiendas de cosas de comer y de ropa que llega de España.
Adaptado de Belgrano, Manuel, Autobiografía. Buenos Aires: Eudeba, 1966

Por el presente ordeno y mando a todos los vecinos y moradores de esta ciudad y su jurisdicción, observen, guarden y cumplan lo siguiente:

Que se prohíben los bailes indecentes que al toque de su tambor acostumbran los negros; si bien podrán públicamente bailar aquellas damas que usan la fiesta que celebran en esta ciudad, asimismo se prohíben las juntas que éstas, los mulatos, indios y mestizos tienen para los juegos que ejercitan en los huecos bajos del Río y extramuros, todo bajo la pena de 200 azotes.

Adaptación del Bando del Gobernador Don Juan José de Vértiz del 20 de septiembre de 1770 en Libro de bandos. Años 1763-1774, Archivo General de la Nación.

lunes, mayo 17

La colonia en la antigua America

Los elegantes en las aldeas de la colonia
Fuente: Eizaguirre, José Manuel, Páginas argentinas ilustradas, Casa Editorial Maucci Hermano, 1907.
La escasez en todo lo relativo a los trajes durante el régimen colonial fue en muchos casos extrema, sobre todo en la región argentina. En los pueblos del Pacífico tenían más riquezas, no solamente por la cantidad de metales y minas que encontraron los conquistadores, sino también porque allá estaban todas las corrientes del comercio y los indígenas habían alcanzado grandes adelantes en la industria de los tejidos.
En algunas regiones argentinas más próximas a los distritos mineros del Perú y del Alto Perú, los peninsulares gastaron en realidad un lujo extraordinario; pero en las ciudades del litoral, sino faltó todo, sintieron en muchas épocas, escasez. Lo más caro siempre fue el artículo destinado a los vestidos. Desde luego no hubo lujo, ni se conocieron las pintorescas solemnidades, comunes desde un principio en Lima.

Los hombres mejor provistos de trajes en el Río de la Plata fueron aquellos que vinieron en la expedición de don Pedro de Mendoza, en 1536. El maestre de campo don Juan Osorio, hermoso joven con el prestigio de un valor probado, cuando lo ejecutaron diríamos mejor “asesinaron”- en Río de Janeiro el 3 de diciembre de 1535, por orden del Adelantado Mendoza, estaba vestido “con calzas y jubón de raso blanco, coleto requemado con cordones de seda, gorra de terciopelo y camisa labrada con hilo de oro”.
El episodio del asesinato se desarrolló así: Ayolas lo condujo preso a la tiende del Adelantado y sacándole una daga que Osorio llevaba, le dio puñaladas, de acuerdo con la sentencia que había firmado Mendoza, “hasta que el alma le saliera de las carnes”.
Tanto los capitanes, como los soldados que quedaron en la región argentina, de esta y otras expediciones, tuvieron que sufrir las consecuencias de su aislamiento. El Atlántico estaba cerrado para ellos, la tierra era pobre y los indios, excepción hecha de la caza y de la pesca, no tenían otros recursos, ni mayores habilidades.
Entre muchos documentos de la época se conocen cartas de hombres y de mujeres con relaciones circunstanciadas de lo que habían sufrido por carecer de ropas y otras cosas necesarias en la vida civilizada. Por no tener navajas ni tijeras, los españoles usaron el pelo largo, y lo mismo las barbas, y no era pequeño el inconveniente que les resultaba por no tener peines.
Las mujeres, para cuidar la escasa ropa, tuvieron que emplear tejidos de palma, y la imaginación, sin tender vuelos fantásticos, puede reconstruir aquellos cuadros. Siglo y medio después (1690), aunque las provisiones no eran muy notables, la gente distinguida gozaba de relativas comodidades. La falta de numerario autorizó el pago de tribunos en frutos y artículos de la tierra, y acaso a esa circunstancia se debió también un relativo progreso en la fabricación de telas de algodón que eran las que servían para los trajes y vestidos.
Los elegantes eran los funcionarios de la administración, y éstos se revelaban celosos por sus exterioridades de señorío. Si un pobre de la época (siglos XVII y XVIII) hubiese salido con trajes como los que usaban “los señores de la nobleza” –así rezan las crónicas- lo habrían desnudado en las calles y por imprudente audacia habría sufrido también una prisión. Podríamos citar casos muy curiosos: ruidosas sesiones capitulares en las que se dictaron prohibiciones de carácter personal para hombres y mujeres que vestían trajes de seda “sin poderlo hacer por ser indios y mulatos”.
Los trajes que llevaban los elegantes eran diferentes, según el carácter de las funciones oficiales o recepciones; en la vida ordinaria usaban todos vestidos humildes, generalmente casacas y calzones largos de algodón y birretes de la misma tela.
Los sombreros de fieltro o castor usados en los dos siglos XVII y XVIII, eran generalmente blancos, y en el sitio donde se colocaba la cinta o el cordón, llevaban una guarnición de hilo de oro o de plata. Cuando salían con capas, los peninsulares, a diferencia de la moda en España, llevaban, dice Ulloa, “una casaca larga, hasta las rodillas, con manga ajustada, abierta por los costados, sin pliegues y llena por todas las costuras del cuerpo y mangas de ojales y botones a dos bandas, que les servían de adorno”.
La gente del pueblo, en vez de sombrero usaba un pañuelo de algodón. Esta costumbre se observa todavía en algunas aldeas españolas.
En cuanto a las mujeres, léase lo que al respecto dice el mismo autorizado viajero que hemos nombrado, quien conoció todas las ciudades americanas del siglo XVIII: “El vestuario que usan las señoras de distinción, -habla de una rica ciudad del Pacífico- consiste en un ‘Faldellín’; en lo superior del cuerpo la camisa y tal vez un jubón de encaje desabrochado y un ‘rebozo de Balleta’ que lo tapa todo y no tiene otra circunstancia que vara y media de esta tela en la cual se lían sin otra hechura que como se cortó la pieza. Gastan muchos encajes en todas sus vestiduras y telas costosas en los adornos o guarniciones de las que tienen de lucimiento. El peinado que acostumbran es en trenzas, de las cuales forman una especie de rodete, haciendo cruzado con ellas, en la parte posterior y baja de la cabeza; después dan dos vueltas con una cinta de tela, que llaman ‘Balaca’, alrededor de ella por las sientes, formando un lazo de sus puntas en uno de los lados, el cual acompañan con ‘diamantes y Flores’ y queda muy airoso el tocado. Usan de manto algunas veces para ir a la Iglesia y basquiña redonda, aunque lo más regular es ir con ‘Rebozo’”.
Los indios, indias y mestizas que tenían algunos recursos, además de sus vestidos, “aumentaban el señorío con el calzado”, lo que no era muy común porque éste era bastante caro y los zapateros generalmente viciosos, dándose casos de que funcionarios de la colonia encerraron en una pieza al obrero y lo trataron a pan y agua hasta que diera término a un par de zapatos que le habían encargado.
En el siglo XIX la revolución emancipadora en el Virreinato determinó en las altas clases pocas variaciones a este respecto: pero uno de los que conservaron el esmero colonial en su vestir, fue don Bernardino Rivadavia, de quien, recordando algunos datos apuntados por Moreno, dice don Vicente Fidel López: “El Señor Rivadavia vestía correctamente y con esmero. La casaca redonda y el espadín del traje de etiqueta oficial que de diario llevaba cuando ejercía algún puesto público, el calzón tomado con hebillas y la media de seda negra, ponían en evidencia la escasísima armonía de la figura, sin que él lo tomara en cuenta, porque vestía con más arreglo a su decoro que a su persona”.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar